Me despierto, como es costumbre, con las primeras luces. Voy hacia el
camarero que ya está limpiando la barra. Antes de poder abrir la boca
me pasa una factura con una cena y una noche de hotel. Le digo que se lo
cobre del día de ayer. Me dice que solo acepta efectivo. Le digo que me
pague el día de ayer. Me dice que los pagos se realizan a final de mes.
Me dice que le gusta como trabajo y que me contrata para lo que queda
de mes a cambio de comida y cama y mis deudas pendientes.
Me
veo entonces trabajando todo el mes, aguantando a los guiris
madrileños, sus malas maneras, sus cafés con nombre y apellidos, al
hamaquero asturiano con ínfulas de capo, a niños malcriados, al
hostelero vacilón y al imbécil de su hijo, a la clienta para la que el
plato está más vacío y más caro que el año pasado. Y todos vestidos con
la camiseta de “el cliente siempre tiene la razón”.
Imaginarme
todo esto me produce un estado de rabia que se transforma en un acción
violenta que hace llegar al camarero a la conclusión que será mejor que
me indique el camino oculto hacia el sendero en mitad de la pared, y dar
por saldada la deuda.
Con buenas maneras le hago
entender también que será bueno que me equipe con buen material de
espeleología y suministros para el viaje.
El acepta de buen grado y me agradece todo el esfuerzo.
Estoy
a punto de decirle que me acompañe cargando con el equipo, pero
atendiendo a mis razones y la poco grata compañía que puede resultar,
marcho solo, cargando con mi propio equipaje.
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